Poema

 Entre la ventana y la tranquera 

que pone fin al territorio amable de la casa 

hay una calle en descenso: 

un declive liviano envuelto 

en la luz y la sombra que determinan la hora del día. Entre ese punto de partida y aquel de llegada 

se derrama el patio en un verde gastado por los soles de marzo y la ausencia de lluvia 

que precede al invierno. 

El sonido del pasto 

cuando uno va decidido a abandonar la casa 

es opaco y frágil, casi imperceptible, 

pero tan real como el paso de las estaciones. 

Quien pone fin a la libertad del paisaje 

es una fila angustiosa de palos y alambres, 

cuerpos delgados unidos por duros hilos de acero que solo brillan con las gotas de rocío. 

Algunos, ya vencidos, sienten en carne propia 

el paso de los días, tantos años 

de soportar la sombra del árbol 

sobre la húmeda procesión de alambre. 

El sendero queda así sesgado, mutilado de a ratos, y sería preciso entender las figuras que dibuja 

sobre la calle de pasto y tierra; 

descifrar por qué convoca tanta tristeza 

cuando uno decide 

atravesar la tranquera.


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